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revista de divulgación del Instituto de Astrofísica de Andalucía
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Vida extraterrestre: ¿qué? ¿dónde? ¿cómo? ¿cuándo?
En la actualidad vivimos una situación muy excitante, pues el momento en el que verificaremos la segunda posibilidad de Clarke parece para muchos casi inminente, mientras que para otros lo que se avecina es una sucesión de decepciones y falsas alarmas. Lo seguro es que la mera expectativa ya nos plantea cuestiones de alcance, algunas sobre nosotros mismos. ¿Qué es la vida? ¿estamos solos en el universo? ¿somos más responsables con ella por estar solos o por no estarlo? ¿cómo serán los otros y dónde se hallarán? ¿cómo podríamos detectarlos o conocerlos? Y, si son inteligentes, ¿sabríamos (y deberíamos) comunicarnos con ellos?,…
La primera cuestión (qué es la vida) es, en este ámbito, fundamental. Digo “en este ámbito” porque habitualmente tiene poco interés práctico: la vida se estudia en todas las universidades sin que se eche en falta una definición rigurosa. Eso es porque en la Tierra, al menos hasta el advenimiento de las investigaciones sobre vida artificial, no tenemos problemas para distinguir lo vivo de lo no vivo, y además podemos caracterizar toda la vida natural conocida: siempre está basada en las células, que funcionan gracias a la información genética contenida en los ácidos nucleicos (ADN, ARN), y a un metabolismo promovido y controlado mediante la actividad de las enzimas proteicas, que hace posible la interacción con el medio y con otras células, la obtención de energía, el automantenimiento, la reproducción y, en último término, la evolución.
Pero si nos planteamos la vida extraterrestre debemos ampliar horizontes y buscar alguna definición o caracterización general. No se ha conseguido ninguna plenamente satisfactoria, que nos dé garantías de que no deja fuera a ningún tipo de vida o acepte como tal algo que no lo sea. De momento, la definición más seguida es la de la NASA, según la que un ser vivo es “un sistema químico autosostenido capaz de experimentar evolución darwiniana”. Tiene inconvenientes, como el no considerar vivos a los individuos estériles (que no pueden experimentar evolución, aunque sí son “producto” de ella), pero se abre a otras formas de vida gracias a que no se restringe a nuestra bioquímica.
En realidad, cuando hoy se afronta la detección de vida en planetas lejanos, lo que se plantea es el uso de “biomarcadores” sencillos que nos informen de que hay vida, aunque estemos lejos de caracterizarla y entenderla. El hallazgo de una proteína, o de ADN, fuera de la Tierra, sería definitivo, de modo que los componentes complejos de los seres vivos terrestres aparecen como excelentes biomarcadores, pero son demasiado específicos, y solo identificables mediante análisis in situ. El biomarcador que hoy se considera más global y práctico es algún estado químico muy alejado del equilibrio termodinámico y que no sepamos explicar mediante ningún fenómeno inorgánico. Por ejemplo, una composición atmosférica de gases (analizable a grandes distancias) que parezca insostenible si no es mediante la actividad biológica, como la presencia simultánea de metano y oxígeno a ciertos niveles. Esta estrategia amplía nuestra visión, aunque probablemente se quede corta porque puedan existir muchos tipos de vida que no generen esos indicadores.
¿Vidas exóticas?
A menudo asociamos la vida a la “complejidad” (otro término temible cuando se intenta definirlo), concretamente a la complejidad química. Esta se basa, en nuestra vida, en la reactividad del carbono, pero ¿podrían existir otras posibilidades capaces de generar una variedad y potencialidad equiparables? No se trata solo de disponer de moléculas complejas, sino de que puedan almacenar información de cara a sustentar una evolución mediante selección natural, y a mostrar actividades suficientemente específicas, sofisticadas y variadas.
Se puede pensar en otras químicas del carbono (“orgánicas”), y de hecho ya se investiga en alternativas a los ácidos nucleicos naturales, que pudieron precederlos en la historia de nuestra vida, y que ocasionalmente podrían abrir otras posibilidades. Pero, al menos de momento, no sabemos imaginar otras bioquímicas basadas en la química orgánica.
Por otro lado, el que algunos resultados de los experimentos de que hablaremos luego (en particular, algunos aminoácidos) sean coincidentes bajo muchos y diversos supuestos, y con los hallados en material extraterrestre, hace pensar que hay compuestos sencillos de interés biológico que probablemente se hallen en abundancia en todo el cosmos, y sugiere un uso biológico ubicuo.
La coincidencia en moléculas progresivamente complejas es más y más dudosa. En cualquier caso, aunque hubiera una diversidad en las bases químicas, puede que se diera una convergencia evolutiva notable en las formas de vida cósmicas, a semejanza de las convergencias evolutivas entre los organismos terrestres (como vemos en la reinvención de las alas, los ojos, etc). La vida celular sencilla (sin núcleo) de tipo bacteriano o arqueano parece muy probable, más que lo que llamamos vida “compleja” (o “más” compleja), que es de tipo eucariótico (con núcleo), y en nuestro planeta se demoró más de mil millones de años respecto a la simple, de manera que puede ser más difícil de alcanzar, y menos abundante. Algo parecido podría decirse de la vida pluricelular. Sin embargo, dado un tiempo suficiente, no nos deberíamos extrañar si ―debido a la convergencia― los organismos alienígenas son no solo de base celular, sino de aspecto “familiar” respecto a los terrestres. Lo que no está tan claro es que la inteligencia tecnológica (con sus posibles variantes) sea un rasgo convergente y estable, de modo que puede ser relativamente rara.
Al margen del carbono, solo el silicio parece capaz de generar un buen andamiaje de enlaces covalentes que lleve a la formación de biomoléculas eficaces. Su similar estructura electrónica hace que ambos elementos tengan propiedades similares. Lo mismo que el carbono, el silicio puede unirse a otros cuatro átomos, incluidos otros de silicio. Sin embargo, el silicio no se percibe como elemento base de una bioquímica alternativa a la del carbono debido, sobre todo, a la debilidad de los enlaces con el silicio y el hidrógeno (Si–Si y Si–H), frente a la fuerza de los enlaces con oxígeno (Si–O), y a su incapacidad para formar enlaces dobles; también tiene consecuencias graves el que no pueda dar lugar a una molécula equivalente al volátil dióxido de carbono (CO2). Sin embargo, el silicio sí que puede auspiciar procesos biológicos… basados en el carbono.
El disolvente de la vida
No se concibe una bioquímica en medio gaseoso ni sólido, aunque estas fases tengan papeles cruciales en la dinámica vital. Y, como medio líquido, el agua se nos presenta con el incontestable currículum de que ya ha demostrado su excelencia para la vida. Creemos entender que es así por sus sorprendentes propiedades físicas y químicas, basadas en su estructura atómica ―aún no bien conocida, por cierto―. La polaridad (cierta separación de cargas eléctricas) de las moléculas de agua hace que estas se asocien mediante “enlaces de hidrógeno”, y esto permite que el agua tenga puntos de fusión y ebullición relativamente altos, de modo que se mantiene líquida en un amplio rango de temperaturas moderadas. Las moléculas dipolares de agua le permiten disolver muchas sustancias de interés biológico, pero también es crucial lo que no disuelven, pues eso promueve procesos tan esenciales para la vida como la formación de las membranas y el plegamiento de las proteínas. Además, el agua no es un mero disolvente inerte, pues su reactividad es fundamental en muchas reacciones bioquímicas.
¿Hay otros medios líquidos que puedan sostener vida? Se han propuesto el amoniaco, ciertos hidrocarburos, el ácido sulfúrico, la sílice, y otros. Aunque para una bioquímica basada en el carbono se ve difícil competir con el agua ―tan abundante, por otra parte, en el universo―, alguna de esas alternativas podría ser de interés cuando las condiciones de presión y temperatura no permiten la existencia de agua líquida. Por otra parte, para que fuera posible una vida basada en el silicio sería fundamental un medio no acuoso, tal vez rico en hidrocarburos o en nitrógeno.
Nos quedamos, por tanto, con el carbono como candidato a principal elemento sustentador de cualquier tipo de vida, mediante una química en medio acuoso, aunque mantengamos, como alternativa muy poco probable, la química del silicio en medios no acuosos.
Agua y compuestos orgánicos: si miramos por el universo, se encuentran por doquier. El mayor problema puede ser que el agua abunda, sí, pero más que en forma líquida, como vapor o hielo (este, sobre todo, en sus dos formas de hielo amorfo). Esto ha conducido a que se persiga el agua líquida como el compuesto más limitante para el desarrollo de la vida. La NASA tiene como divisa en su búsqueda de vida extraterrestre la de “sigue el agua”. Sin embargo, debe quedar claro que el agua, aunque sea necesaria para la vida, no es suficiente, por lo que no sirve como biomarcador. ¿Qué más se necesita? ¿hay lugares y condiciones que hagan probable la aparición de la vida? Para responder a estas preguntas deberíamos saber cómo se origina la vida.
El origen de la vida
Solo tenemos noticia de un origen de la vida, el de la terrestre. Pero, por desgracia, aunque los avances en este campo son extraordinarios, seguimos con muchas incertidumbres, y seguramente nunca sabremos con seguridad cómo surgieron los primeros organismos. Lo que buscamos es nada más ―y nada menos― que una hipótesis explicativa potente, coherente con la vida actual y con las condiciones de la Tierra primitiva. Los datos fósiles sitúan la aparición de la vida hace al menos unos 3.800 millones de años, en una Tierra relativamente tranquila tras su origen hace 4.570 millones de años, que había soportado una época de intenso bombardeo de asteroides y cometas. Estos cuerpos, sin embargo, seguirían aportando mucha agua y compuestos de interés prebiótico.
Lo que sabemos del origen de la vida procede, por una parte, del análisis de los organismos actuales, que permite establecer un árbol genealógico universal que nos retrotrae a un antepasado común de todos los seres vivos (el célebre LUCA, por las siglas en inglés de “último antepasado común universal”), del que cada día sabemos más. Pero LUCA ―probablemente una población heterogénea y compleja― sería un descendiente de los primeros seres vivos. La reconstrucción de estos se intenta en el laboratorio simulando las condiciones de la Tierra primitiva, una estrategia que inició en 1953 el entonces joven químico Stanley Miller, que abrió así, de manera brillantísima, la química prebiótica y el abordaje empírico del origen de la vida.
No podemos entrar aquí en el análisis de los prometedores resultados obtenidos, ni de las dificultades que aún se afrontan. Baste decir que laboriosamente nos acercamos a la explicación de cómo se generaron las tres grandes características de los seres vivos: la compartimentación (membranas), la información genética, y el metabolismo. Parece que hubo una época en la que las dos últimas se apoyaron sobre la actividad de unos ácidos nucleicos, los ARN (se habla por eso del mundo del ARN). La formación de estos ARN aparece, precisamente, como la principal dificultad de los experimentos de simulación ―aunque hay progresos alentadores―.
Lo que está claro es que la vida debió aparecer en ambientes alejados del equilibrio termodinámico, con fuentes de energía y materia aprovechables; se vislumbran sobre todo dos escenarios: las aguas someras y las profundidades submarinas. En aguas someras, los primeros seres vivos aparecerían sostenidos sobre todo por la energía solar, en condiciones “suaves” (desde nuestro punto de vista) de presión y temperatura. Por otra parte, conocemos notables ecosistemas en los fondos marinos, en las proximidades de surgencias hidrotermales (fumarolas) que aportan un generoso flujo de energía y materiales y que animan a pensar que la vida pudiera haber aparecido en ese tipo de hábitats, alimentada directamente por energía no solar, sino química. Hay hipótesis muy atractivas en ambos sentidos, aunque aún faltan muchos datos experimentales para decantarnos claramente por alguna.
Con lo que hoy se sabe y no se sabe, lo más prudente es tener en cuenta los dos posibles ambientes, superficial y profundo, a la hora de buscar escenarios extraterrestres. Veamos dónde podemos encontrarlos en nuestra vecindad (el Sistema Solar) y más allá.
Vida en el Sistema Solar
Si buscamos localizaciones para un origen superficial de la vida, nos encontramos con que, en la actualidad, el único sitio del Sistema Solar con agua líquida en la superficie es la Tierra. Sin embargo, hay otros dos planetas de tipo terrestre (rocosos) que al parecer disfrutaron de abundante agua líquida superficial en sus juventudes: Venus y Marte (que, como la Tierra y el resto del Sistema Solar, tienen unos 4.570 millones de años). Diversos datos sugieren que, al menos durante sus primeros centenares de millones de años, el agua líquida abundó en la superficie de ambos, y pudo desarrollarse una vida similar a la terrestre. Incluso cabe la posibilidad de la “panspermia”: que la vida apareciera en Venus, la Tierra o Marte, y viajara hasta alguno de sus vecinos merced al medio de transporte que facilitan los impactos meteoríticos, con sus consiguientes escapes de materiales al espacio.
La tal vez trágica pérdida del agua superficial de Venus y Marte tuvo causas distintas. En Venus, demasiado cercano al Sol, se disparó un efecto invernadero con una acumulación enorme de CO2 atmosférico, de modo que hoy su superficie es un infierno de más de 450 grados de temperatura media y presiones de noventa atmósferas. Marte, por el contrario, es más frío por su alejamiento del Sol, pero no parece que esta sea la clave principal de su deterioro climático y del eventual declive biológico. Marte perdió casi toda su atmósfera, hasta hacerse demasiado tenue para sostener agua líquida y vida superficial, seguramente a causa de su pequeño tamaño. Este imposibilitó que sostuviera una dinámica interna como la terrestre, que, tectónica de placas mediante, recicla el CO2 atrapado químicamente en las rocas y lo devuelve a la atmósfera. En Marte no se recicló el CO2. Además, al enfriarse pronto, perdió el escudo magnético que defendía su atmósfera del arrastre por el viento solar. Tanto en Marte como en Venus hay que tener en cuenta, asimismo, los efectos de la rotura de dióxido de carbono y agua atmosféricos por la radiación ultravioleta, que favorecieron la fuga de gases al espacio y, en último término, la pérdida de agua.
Si hubo alguna vez vida en Venus o en Marte, ¿qué fue de ella? Cabe la posibilidad de que se extinguiera, sobre todo en Venus. Pero en Marte es factible que aún resista en el subsuelo. De hecho, hay autores que defienden que hay datos a favor de que es así: sobre todo, los de las sondas Viking de los años 70 y los relativos al enigmático metano marciano.
Aunque pueda extrañar, abundan más en el Sistema Solar los ambientes submarinos profundos que los someros, debido a la existencia de océanos subsuperficiales ―bajo la superficie sólida―. El más conspicuo es el de Europa, el sexto satélite (por proximidad) del gigante gaseoso Júpiter. Esta luna tiene una superficie con un espesor de entre diez y treinta kilómetros de hielo de agua, surcada por grandes grietas. Bajo ella parece haber un océano salado global con, tal vez, el doble del agua contenida en todos los océanos terrestres juntos. Recientemente se han detectado géiseres por los que escapa al espacio algo de ese agua. ¿Cómo es posible que un cuerpo tan alejado del Sol mantenga agua líquida? Pues, sobre todo, por el calentamiento debido a las enormes fuerzas de marea producidas por su gran vecino. Y también contribuye el calor liberado por la desintegración radiactiva en su interior.
Lo que inicialmente se descubrió sobre Europa se ha ido extendiendo después a otros satélites. Los jupiterianos Ganímedes y Calisto también pueden poseer enormes océanos subsuperficiales, si bien el de Calisto (en el que la fuerzas de marea producen menos calor) tiene menos interés porque parece que su agua no está en contacto con un subsuelo rocoso, y las interacciones agua líquida-roca pueden ser imprescindibles para que aparezca la vida.
En torno a Saturno destaca, sobre todo, Encélado. En este se han encontrado un centenar de grandes géiseres, alineados a lo largo de cuatro hermosas “rayas de tigre”en el polo sur, que son indicativos de actividad hidrotermal en sus fondos oceánicos. Es decir, unos ambientes que podrían alimentar la aparición de la vida y su mantenimiento.
La lista de satélites con probables masas de agua subterránea (con más o menos sales, amoniaco…) sigue extendiéndose: Mimas y Dione en torno a Saturno, Tritón alrededor de Neptuno… Pero los océanos subsuperficiales no se ciñen a los satélites. Dos planetas enanos muy alejados entre sí, Ceres y Plutón, también pueden contener grandes masas de agua bajo la superficie.
En este viaje hacia el exterior del Sistema Solar nos hemos dejado atrás a un gran satélite de Saturno, Titán. Este se distingue de los demás por tener, como la Tierra, abundancia de líquido en su superficie y una atmósfera notable. Pero el líquido no es agua, sino hidrocarburos sencillos (metano y etano sobre todo), en un ambiente asombroso en el que puede desarrollarse una química orgánica extraordinaria. No obstante, sin agua, no parece que Titán pueda llegar muy lejos en el camino hacia la vida. Aunque, atención, porque Titán también parece tener un océano subterráneo de agua y amoniaco con eventuales “escapes” mediante volcanes fríos (criovolcanes).
¿Qué esperamos de todos estos vecinos solares? En primer lugar, averiguar en los próximos años, a través de diversas misiones, muchos datos relacionados con la vida. ¿Tiene que ver con ella el ciclo del metano de Marte?, ¿hay organismos en el subsuelo de este, o al menos restos fósiles? De haberlos, ¿compartiremos ancestros? (¿es posible que seamos marcianos en origen?). Además, ¿hay signos de actividad biológica en algunos de los océanos subsuperficiales citados, e incluso en el agua que puede escapar de ellos a través de los géiseres y criovolcanes?
Es posible que ambientes subacuáticos que no hayan desarrollado vida sí sean compatibles con ella, de modo que existe la ―controvertida― posibilidad de "sembrarla". Sin embargo, donde se viene planteando con más seriedad esta intención panspérmica es en Marte. Hace años que se especula con la terraformación de Marte (modificarlo para hacerlo similar a la Tierra), lo que conllevaría un cambio climático colosal, para el que sería necesaria la implantación de organismos que lo propiciaran: tanto naturales terrestres como otros modificados genéticamente mediante la cada vez más poderosa biología sintética. Pero hay grandes dudas acerca de que pueda… y deba hacerse.
Vida en exoplanetas
Después de explorar las posibilidades de vida en nuestro Sistema Solar, nos preguntamos si existirá (e incluso abundará) en otros sistemas planetarios. Pensando, de entrada, en vida en aguas superficiales, se define la zona de habitabilidad o zona habitable (ZH) de una estrella como la región a su alrededor en la que las condiciones permiten la existencia de agua líquida permanente y abundante sobre la superficie de un planeta similar a la Tierra, que no debe estar ni demasiado cerca (el agua se evaporaría) ni demasiado lejos (se congelaría). Por eso se la denomina a veces zona “ricitos de oro”, según el cuento popular en el que una niña, ante las sopas de tres osos, se toma la que no está ni demasiado fría ni demasiado caliente.
Se la suele considerar un anillo más o menos amplio, localizado para algunos, en el caso del sistema solar, entre 0,99 y 1,7 unidades astronómicas (UA; una UA es la distancia media entre la Tierra y el Sol). Como vemos, la Tierra está peligrosamente cerca del límite interno de la ZH, y en unos cientos de millones de años quedará fuera de ella, pues a lo largo de la vida de una estrella, esta se hace más luminosa y la ZH se va alejando.
En realidad, la habitabilidad no depende solo de la distancia a la estrella. La existencia o no de un campo magnético, de tectónica de placas, de nubes, etc., puede ser decisiva. Una atmósfera rica en hidrógeno puede calentar por efecto invernadero la superficie de un planeta a distancias indefinidamente largas de la estrella, incluso sin orbitar ninguna. Parte de esas características dependen del tamaño planetario. Los planetas rocosos más grandes (“supertierras”) pueden tener tendencia a ser mundos-océano, cubiertos totalmente de agua, tal vez demasiada para el desarrollo de la vida más avanzada.
De las zonas habitables nos interesa, además de su extensión, su duración y estabilidad, y todo ello depende en gran medida de la naturaleza de la estrella. En la clasificación de las estrellas más empleada, los principales tipos se denominan, yendo de las más masivas, luminosas y calientes a las menos, con las letras OBAFGKM. Difieren mucho en su capacidad para mantener vida; las estrellas de mayor tamaño (O, B, A y parte de las F) son demasiado energéticas y poco longevas. Para desarrollar la vida más compleja se requieren ―según el ejemplo terrestre― al menos unos dos mil millones de años.
El resto de las F, junto con las G y las K, parecen las más adecuadas para acunar vida debido a su estabilidad, amplitud de zona habitable y duración. Las G, que suponen el 7% del total, son las que requieren menos explicaciones, pues el Sol es una de ellas. Según nos movemos de las F a las K, disminuye la radiación ultravioleta estelar y, por tanto, la necesidad de protección atmosférica para una vida en superficie. Esta es una de las razones por las que muchos consideran a las estrellas K (enanas naranjas, un 15 % del total) las más acogedoras para la vida.
Considerando diversos factores, el astrónomo estadounidense Geoffrey Marcy y otros han calculado que el 22 % de las estrellas tipo Sol (GK) pueden tener planetas similares a la Tierra en sus zonas habitables. Como estiman en cuarenta mil millones los “soles” en la Vía Láctea, habría en esta unos ocho mil ochocientos millones de “tierras habitables” (en el universo, cientos de billones), muchas de ellas más antiguas que la Tierra.
Las estrellas de tipo M, entre las que se cuentan las enanas rojas, son las más abundantes con diferencia: el 75 % del total. Por su larguísima vida, disponen de muchos miles de millones de años para la aparición y evolución de la vida. Al ser más pequeñas son menos luminosas, y los planetas habitables (siempre potencialmente) tienen que estar mucho más cerca de ellas; el efecto gravitacional hace que se frene la rotación y acaben por mostrarles siempre la misma cara (un acoplamiento de marea, como el que tiene la Luna con la Tierra). Esa cara estaría siempre iluminada y tal vez demasiado caliente, y la otra, oscura y demasiado fría, pero la zona intermedia sería más acogedora, y la circulación atmosférica ayudaría, como un sistema de aire acondicionado, a aliviar los contrastes. Otro posible problema con las estrellas M y parte de las K es que son enormemente activas durante sus primeros miles de millones de años; generan violentas emisiones de radiación, incluida la ultravioleta.
Dado que las estrellas M nacidas en los primeros miles de millones de años del universo hoy seguirán (salvo cataclismos) su curso, y dada su gran abundancia, podrían mantener las formas de vida más extendidas y antiguas del universo. Un estudio liderado por el astrónomo sueco Erik Zackrisson estima que en el universo observable hay unas 7x1020 (setecientos trillones) tierras (de entre 0,5 a 5 masas terrestres o de 0,8 a 1,5 radios terrestres) y supertierras (de entre 5 a 10 masas terrestres o de 1,5 a 2,5 radios terrestres), de las que el 98% estarían en torno a estrellas M y “solo” unos veinte trillones en más parecidas al Sol (FGK). Las estrellas M también podrían ser las principales incubadoras de nuevas generaciones de vida, pues son las estrellas que se siguen formando con más frecuencia. Se estima que el 92 % de los planetas del universo está aún por nacer.
Hay más aspectos importantes a considerar, como el que quizá la mayoría de las estrellas estén ligadas gravitatoriamente a otras constituyendo sistemas múltiples, lo que complica los análisis. Además, es interesante evaluar la habitabilidad galáctica, baja en las agresivas cercanías de los centros galácticos. Y no todas las galaxias son igual de acogedoras; según la astrofísica Pratika Dayal, las elípticas, con más elementos pesados, son mucho más ricas en planetas habitables que las espirales, de modo que en este sentido no estamos en un entorno privilegiado. Y, naturalmente, en este repaso de la habitabilidad planetaria no debemos olvidar la de los planetas sin estrella y de los satélites tipo Europa, lo que multiplica el número de cuerpos potencialmente habitables en el cosmos.
De los miles de exoplanetas identificados en los últimos años, en julio de 2017 el catálogo de la Universidad de Puerto Rico en Arecibo considera como potencialmente habitables sesenta y dos. Merece destacarse Próxima b, en torno a Próxima Centauri que, a solo 4,2 años luz, es la estrella más cercana al Sol. Y sorprende el sistema Trappist-1 (a treinta y nueve años luz), con tres planetas en la zona de habitabilidad.
En los próximos años, la puesta en funcionamiento de potentes nuevos telescopios (James Webb, PLATO, etc.) debe darnos muchas buenas noticias, no solo por el descubrimiento de más y más planetas habitables, sino por la posibilidad de analizar las atmósferas de muchos de ellos, con la esperanza de encontrar composiciones indicativas o sugerentes de actividad biológica. Si existiera vida extraterrestre tanto en cuerpos del Sistema Solar como en algunos exoplanetas a nuestro alcance telescópico, quizás las noticias nos lleguen antes de estos últimos, pues el análisis in situ de los primeros puede demorarse más; en cualquier caso, no sería una sorpresa ver involucrado en los hallazgos al Instituto de Astrofísica de Andalucía. Y aún cabe que la primera novedad sobre alienígenas provenga de las iniciativas ―aquí no descritas― de búsqueda de inteligencia extraterrestre (SETI, por las siglas inglesas).
Mantengámonos a la escucha de todas las posibilidades, intensificando el cuidado de la única y maravillosa vida que, hoy por hoy, seguimos conociendo.