revista de divulgación del Instituto de Astrofísica de Andalucía

Sala limpia

Tecnología para confinados

Miguel Abril (IAA-CSIC)
La respuesta

Durante esta pandemia hemos visto cielos más azules que nunca, y jabalíes paseando por las calles de Berlín, y delfines en Venecia, y tiburones de ocho metros en la costa granadina… y hemos imaginado que, cuando acabe todo esto, la humanidad va a replantear su relación con la naturaleza. Mentira. Los jabalíes están bien en los cómics de Astérix, pero no queremos tenerlos cerca cuando nos estemos tomando una cerveza en la terraza del bar de abajo. A pesar de ese espíritu ecológico que nos ha invadido a todos en algún momento (tres meses de confinamiento son como una vida en miniatura) lo que en realidad queremos es tecnología, esa que nos ha ayudado a pasar la cuarentena a través de mañanas de teletrabajo, tardes de cervezas virtuales y noches de Netflix.
Para mucha gente, uno de los ejes centrales de este confinamiento tecnológico han sido las redes sociales, que empezaron simpatiquísimas cuando todavía creíamos que esto era una gripe, mostrando el increíble ingenio que atesoramos en nuestro país cuando queremos. Luego, a medida que el tiempo de confinamiento avanzaba y nos íbamos dando cuenta de la gravedad de la situación, los comentarios fueron progresivamente agriándose y mostrando ese otro lado ruin del que también somos capaces, con opiniones sesgadas, enfrentadas y polarizadas que llevaban a enfrentamientos políticos y sociales de niveles vergonzosos. El viejo consuelo patrio, el “Menos mal que nos queda Portugal” se ha hecho añicos, ante el ejemplo de gestión de la pandemia que nos han dado nuestros vecinos. “Señor primer ministro, cuente con nuestra colaboración. Todo lo que nosotros podamos, ayudaremos. Le deseo coraje, nervios de acero y mucha suerte. Porque su suerte es nuestra suerte”, le soltó el líder de la oposición portuguesa al Primer Ministro luso al principio de la crisis. Ahí queda eso. Y como daño colateral de las redes sociales, también hemos descubierto el poder y el peligro de las fake news (una de ellas, la de los delfines en Venecia, siento ser yo el que os lo diga). El poder de aburrir y el peligro de que dejemos de informarnos por puro hastío.
Pero si hay algo que ha tomado protagonismo en este confinamiento tecnológico han sido las videoconferencias, tanto para el ocio (¿quién no ha asistido al menos a un par de vermús virtuales durante la cuarentena?) como para el trabajo y el estudio. Un amigo me contaba que hace unos días vio a su hijo de quince años hablando con varios amigos a la vez durante un examen virtual. Le preguntó si se estaban copiando y él contestó, con una tranquilidad de espíritu que le permitiría pasar el polígrafo de Tele 5 sin pestañear: “No, simplemente lo estamos haciendo en común”. Mi amigo, entonces, ató cabos y entendió esa noticia según la cual el nivel académico de los alumnos había subido con el confinamiento. Noticia que, por otra parte, contrasta con otras acerca de que la brecha educativa entre clases sociales se ha visto agravada con las clases virtuales. Es lo bueno que tiene internet, que buscando un poco puedes encontrar exactamente lo que te apetece leer.

Para evitar este descontrol, las universidades suelen utilizar herramientas más complejas que las simples conexiones de vídeo. Es el caso de Respondus, una plataforma que no solo graba la sesión de examen de cada alumno, sino que realiza una vigilancia exhaustiva, disparando diversas alarmas si detecta, por ejemplo, que el estudiante realiza movimientos bruscos, que podrían responder a la búsqueda de una chuleta o un libro fuera del campo visual de la cámara. Antes del examen, además, hay que hacer una pasada con la cámara por toda la habitación, para garantizar que no hay nadie debajo de la mesa dispuesto a soplarte las preguntas apretándote el dedo gordo del pie en código morse (es la única forma que se me ocurre, dado que el programa también vigila el movimiento de los ojos del alumno o el sonido ambiental, para evitar chivatazos susurrados). 
Lo que está claro es que, por muchas redes sociales o videoconferencias que hagamos, el contacto humano es difícil de sustituir. No obstante, algunas empresas lo han intentado, creando dispositivos como la pulsera Hey, que transmite caricias a través de internet. Otro diseño similar implementa sensores de presión y actuadores en un dispositivo parecido a un ratón ergonómico, que sirven para enviar caricias y apretones de manos a través de videoconferencia. Aunque probablemente el invento más retorcido sea el simulador de besos, que utiliza un dispositivo con forma de boca, que registra los movimientos de los labios y lengua y los transmite para que otro dispositivo idéntico los reproduzca en el otro extremo de la línea de comunicación, normalmente situado en casa de tu churri. En realidad, la idea no es nueva: ya apareció en un episodio de The Big Bang Theory, con resultados bastante asquerosos. 
Sorprendentemente, ninguno de estos inventos ha tenido éxito, lo cual confirma lo que ya sospechábamos: en tres meses volveremos a abrazarnos, a viajar, a tomar vinos en las terrazas y a ser lo que somos y como somos. Ningún jabalí va a cambiar eso. 

La pregunta