revista de divulgación del Instituto de Astrofísica de Andalucía

Reportaje

Los cazadores de eclipses

Hasta principios del siglo xx, los eclipses solares fueron una herramienta única para conocer el sol
Por Manuel González García (Instituto de Astrofísica de Andalucía, IAA-CSIC)

El 21 de agosto de 2017 se produjo un eclipse solar total, visible sobre todo en Estados Unidos. En el Instituto de Astrofísica de Andalucía recibimos varias llamadas en las que nos preguntaban sobre la importancia del evento y sobre los detalles de cómo observarlo. Se les explicaba que los eclipses son un fenómeno de la naturaleza que ocurre con relativa frecuencia y que son preciosos, pero que en la actualidad su interés científico es bastante reducido. En nuestros días somos capaces de predecir con gran precisión cuándo se va a producir un eclipse, cuánto tiempo será visible y desde dónde se puede observar. Además, desde la invención de un instrumento llamado coronógrafo a principios del siglo XX, no es necesario esperar a que haya un eclipse para observar las capas externas del Sol, puesto que este aparato nos permite tapar el disco solar y visualizar la corona siempre que queramos. Sin embargo, los eclipses solares han sido extremadamente útiles para la física solar a lo largo de la historia. Algunos de los hitos de esta disciplina tuvieron lugar durante la observación de un eclipse total de Sol. Este artículo rinde homenaje a todas las personas que, a lo largo de la historia, fueron capaces de recorrer medio mundo para observar el Sol durante apenas unos minutos, y conseguir que entendiéramos un poquito mejor nuestra estrella. Si el día no amanecía nublado, claro.

¿Qué es un eclipse?

Los eclipses se producen cuando la Luna, la Tierra y el Sol se alinean. Si la Tierra se sitúa entre el Sol y la Luna, esta se ve oscurecida por la sombra de nuestro planeta, con lo que tenemos un eclipse de Luna. Por su parte, los eclipses de Sol se producen cuando la Luna se sitúa entre el Sol y la Tierra, proyectando su sombra sobre nuestro planeta. El diámetro aparente de la Luna es prácticamente igual al del Sol y, como consecuencia, en un eclipse dejamos de ver nuestra estrella total o parcialmente (lo que da como resultado un eclipse total o parcial, respectivamente). Además, como la sombra de la Luna es muy pequeña, los eclipses solares (al contrario que los lunares), solo se pueden ver desde una zona muy concreta del planeta. Ante esta explicación surge una pregunta: si la Luna tarda unos veintiocho días en dar la vuelta a la Tierra, ¿por qué no hay un eclipse solar y uno lunar al mes? En efecto, cabría esperar que cada mes se produjeran dos eclipses, coincidiendo con el paso de la Luna por los dos puntos clave. Sin embargo, esto no ocurre porque el plano en el que nuestro satélite orbita alrededor de nosotros está inclinado con respecto al plano que une la Tierra y el Sol. Se puede estimar que se producen, en promedio, unos dos eclipses solares al año.

¿Desde cuándo se observan?

Los registros historiográficos nos permiten estimar que los eclipses han sido observados por los seres humanos desde hace aproximadamente unos cinco mil años: existe un monumento megalítico en Irlanda que representa varios petroglifos con forma de espiral que se pueden corresponder con un eclipse producido el año 3340 a.C. En la antigua China se creía que los eclipses eran producidos por un dragón que se comía la Luna o el Sol. Cada vez que se producía alguno de estos fenómenos, la gente hacía ruido para espantarlo. Sin embargo, las últimas investigaciones apuntan a que el primer eclipse solar registrado tuvo lugar el 5 de marzo de 1223 a. C., a juzgar por una tablilla de arcilla encontrada en la antigua ciudad de Ugaryt (en la actual Siria). Además de ello, se sabe que los antiguos babilonios ya observaban sistemáticamente los eclipses, y que incluso eran capaces de predecirlos. Los griegos también registraban los eclipses, y es famosa la frase del poeta griego Arquiloco, tras contemplar un eclipse acontecido en el año 647 a.C.: “Nada puede ser sorprendente, imposible o milagroso, ahora que Zeus, padre de los Olímpicos ha hecho la noche del mediodía, ocultando la luz del sol brillante. Un miedo que debilita el ánimo sobrevino a la humanidad. Después de esto, los hombres pueden creer y esperar cualquier cosa”. En el siglo II d.C., el matemático y astrónomo Claudio Ptolomeo (100-170 d.C.) en su Almagesto (un famoso tratado astronómico), estableció las bases para predecir eclipses, puesto que en esta época se conocían los detalles de la órbita lunar. Por último, también hay algunos autores que afirman que las civilizaciones precolombinas conocían el movimiento de los astros y eran capaces de predecir eclipses. Como podemos ver, los eclipses han sido observados y estudiados desde hace varios milenios. Además, gracias a estos impresionantes fenómenos se han podido realizar descubrimientos científicos clave para entender la naturaleza de nuestra estrella.

Primera mención a la corona solar

Tenemos que esperar hasta el siglo X para encontrar el primer descubrimiento científico posible gracias a un eclipse solar. Compuesta por plasma caliente, la corona es la parte más caliente de la atmósfera solar (su temperatura se eleva a varios millones de grados y se extiende más de un millón de kilómetros por encima de la cromosfera). El problema que entraña su observación reside en que su brillo queda oculto por el del disco solar, y no puede ser vista en condiciones normales. Por esta razón hasta principios del siglo XX era fundamental estudiarla durante los eclipses solares, puesto que en estas ocasiones el disco aparecía oscurecido por la Luna. La primera vez en la historia en la que se habla explícitamente de algo que se pueda asimilar a la corona solar es en un texto del historiador bizantino León el Diácono (siglo X), tras observar un eclipse total el 22 de diciembre de 968 en la actual Estambul (Turquía).

Según su relato: “…en la cuarta hora del día […] la oscuridad cubrió la tierra y las estrellas más brillantes resplandecieron. Y fue posible ver el disco del Sol, gris y apagado, y una luz oscura y débil como una banda estrecha brillando en un círculo alrededor del borde del disco”. De sus palabras se puede deducir claramente que cuando habla de una luz oscura y débil se refiere a la corona solar. En cambio, tendremos que esperar hasta el siglo XVIII para tener el primer dibujo de dicha estructura. Fue realizado por un profesor de Cambridge (Roger Cotes, 1682-1716), tras la observación de un eclipse total el 25 de mayo de 1715. Durante el siglo XIX se popularizó la costumbre de dibujar los eclipses, por lo que en el registro histórico se pueden encontrar múltiples dibujos de la corona. Como curiosidad, cabe señalar que el nombre de dicha estructura se lo debemos al astrónomo español José Joaquín de Ferrer (1763-1818), tras la observación de un eclipse solar total cerca de Nueva York, el 16 de junio de 1806. Ferrer dedujo también que la corona pertenecía al Sol y no a la Luna, debido a su gran tamaño (hasta ese momento se especulaba con la posibilidad de que la corona fuera parte de nuestro satélite).


Las prominencias solares

Otras estructuras descubiertas gracias a la observación de un eclipse fueron las prominencias solares. Las prominencias son grandes acumulaciones de gas relativamente frío suspendido sobre la atmósfera solar gracias a los campos magnéticos del Sol. La que se considera como primera mención inequívoca a una prominencia se produjo tras la observación de un eclipse total el 1 de mayo de 1850, pero hay menciones que parecen apuntar a estos fenómenos, entre ellos La crónica de Nóvgorod (1016-1471), un tratado medieval que constituye la crónica más antigua de la república de Nóvgorod en la actual Rusia, donde se relata lo siguiente: “Por la tarde hubo un eclipse de Sol. Se puso oscuro y se pudieron ver las estrellas... El Sol tomó una apariencia similar a la de la Luna, y de su borde surgió algo similar a ascuas vivas”. No es hasta el siglo XIX que tenemos la primera imagen de una prominencia. Como se ha comentado anteriormente, en esta época se popularizó la costumbre de hacer dibujos muy precisos de los eclipses solares. El 18 de agosto de 1868, una expedición patrocinada por la Royal Astronomical Society y dirigida por el astrónomo británico Major J.F. Tennant (1829-1915) se desplazó a la ciudad india de Guntoor para observar un eclipse total. Esta expedición realizó un dibujo muy detallado del fenómeno, el primero en el que se podían apreciar claramente prominencias junto al disco solar. De hecho, es a partir de ese año cuando se comenzó a llamar prominencias a esas extrañas estructuras observables junto a la superficie del Sol. Como anécdota, en Through Magic Glasses and Other Lectures, a sequel to the Fairyland of Science, un libro sobre astronomía de Arabella B. Buckley (1840-1920) publicado en 1890, se afirma lo siguiente con respecto al nombre: “Sería mucho mejor, si se usara algún otro nombre, como 'nubes brillantes', o 'chorros rojos', puesto que no hay duda de que son chorros de gases, principalmente hidrógeno, presentes sobre la cara del sol, aunque solo son visibles cuando la luz de este se oscurece”.

Primeras fotografías y observación de una eyección de masa coronal

El siglo XIX también fue testigo del nacimiento de la fotografía, una nueva técnica que permitía tomar imágenes en poco tiempo. Durante la segunda mitad de siglo la fotografía se popularizó en el entorno científico para poder estudiar los fenómenos naturales. Una de las primeras fotografías científicas en el campo de la física solar tuvo también lugar durante un eclipse. Efectivamente, el 18 de julio de 1860, en la localidad española de Rivabellosa (Álava), Warren de la Rue (1815-1899), un astrónomo, químico y fotógrafo británico, realizó la primera fotografía de un eclipse solar de la historia. Además de ello, el eclipse del 18 de julio de 1860 fue uno de los más observados de la historia hasta ese momento. Por ello, aparte de la famosa fotografía de De la Rue, existen numerosos dibujos de dicho eclipse (como por ejemplo los de G. Tempel, von Feilitzsch, F.A. Oom, E.W. Murray, F. Galton o C. von Wallenberg.). En dichos dibujos llama la atención la presencia de una extraña estructura en la parte inferior derecha del dibujo. Comparándolos con observaciones modernas de la corona, parece probable que estos dibujos representen una eyección de masa coronal, una de las mayores manifestaciones de la actividad solar. En una eyección de masa coronal típica se pueden emitir al medio interestelar hasta diez mil millones de toneladas de material, y alcanzar velocidades superiores a los mil kilómetros por segundo.

Descubrimiento del helio

Pero la observación de eclipses no solo ha propiciado el descubrimiento de estructuras de la atmósfera solar. El astrónomo francés Jules Janssen (1824-1907) detectó con un espectroscopio una línea amarilla brillante desconocida hasta ese momento (que emitía con una longitud de onda de 587.40 nanómetros) cuando estudiaba el eclipse total del 18 de agosto de 1868, en Guntur (India). Inicialmente, Janssen asumió que se trataba de una línea de sodio. Sin embargo, el 20 de octubre del mismo año, el astrónomo inglés Norman Lockyer (1836-1920) observó la misma línea estudiando el espectro solar. Dicha línea no aparecía en los catálogos espectrales terrestres, por lo que Lockyer dedujo que se trataba de un elemento que no existía en la Tierra, y se generaba únicamente en nuestra estrella. Por esta razón, Lockyer y el ingeniero químico Edward Frankland bautizaron a este nuevo elemento con el nombre del dios griego del sol, Helios. En 1882 el helio fue observado por primera vez en la Tierra, al analizar la lava del monte Vesubio. Y años más tarde, en 1903, se encontraron grandes reservas de helio en depósitos de gas natural de EEUU, con lo que se confirmaba la existencia de este elemento en nuestro planeta.

El eclipse que confirmó a Einstein


Probablemente el eclipse más famoso para el mundo de la física fue el que tuvo lugar el 29 de mayo de 1919. La teoría de la relatividad de Albert Einstein (1879-1955) había sido publicada pocos años antes (Relatividad Especial en 1905 y Relatividad General en 1915). Y, según las teorías de Einstein, una gran concentración de materia sería capaz de desviar la luz que pasara cerca de ella. Aplicando las ecuaciones de Einstein se deducía que los rayos luminosos rasantes a la corona solar deberían sufrir una desviación de 1.74 segundos de arco. Un eclipse total ofrecía una oportunidad magnífica para ver si el Sol efectivamente desviaba la luz de estrellas. Comparando fotografías de unas estrellas en sus posiciones reales con fotografías de esas mismas estrellas en un eclipse solar, se podría confirmar la desviación de la luz, y así corroborar la teoría de la relatividad. De esta manera, y auspiciado, entre otros, por los astrónomos ingleses Frank Dyson (1868-1939) y Arthur Eddington (1882-1944), la Royal Astronomical Society financió dos expediciones para poder observar el eclipse solar total que ocurriría el 29 de mayo de 1919. Este eclipse fue visible en una estrecha franja que atravesaba Brasil, el océano Atlántico y el África Ecuatorial hasta el océano Índico. Cada una de las dos expediciones se dirigió a un punto distinto del planeta, para maximizar las probabilidades de éxito. La primera expedición fue comandada por Charles Davidson (asistente de Dyson en el observatorio de Greenwich), y observó el eclipse desde Sobral (Brasil). La segunda, comandada por el propio Eddington se dirigió a la isla de Príncipe (actualmente perteneciente a Santo Tomé y Príncipe). El eclipse tuvo una duración total de seis minutos y cincuenta y un segundos, uno de los más largos del siglo XX, y durante el periodo de totalidad se tomaron muchas fotografías. El análisis de las mismas, y la comparación de fotos de las estrellas en sus posiciones reales permitió demostrar sin ningún género de dudas que Einstein estaba en lo cierto.

La invención del coronógrafo

Hasta el primer tercio del siglo XX la observación de la parte externa de la fotosfera y de la corona era solo posible durante los eclipses. El hecho de que los eclipses solares, aunque relativamente abundantes, sean tan breves, complejos y caros de observar (en muchas ocasiones había que organizar expediciones que daban la vuelta al globo para ello), propició entre los físicos solares la necesidad desarrollar un aparato que permitiera observar la corona solar sin necesidad de esperar a un eclipse total. Este magnífico invento llegó en 1931 de manos del físico solar francés Bernard Lyot (1897-1952), que diseñó un instrumento llamado coronógrafo. El coronógrafo es un instrumento que oculta el disco del sol, lo que permite ver la corona sin problemas (pese a que esta sea mucho menos brillante que la fotosfera). Gracias a este aparato se pudo hacer un estudio sistemático de la corona desde cualquier parte del planeta, sin tener que esperar al alineamiento de la Tierra, la Luna y el Sol, lo que daba por terminada la época de los cazadores de eclipses. A pesar de todo y, aunque científicamente no sea crucial, cada vez que se produce un eclipse solar total, astrónomos (aficionados y profesionales) de todo el mundo continúan emulando a los antiguos cazadores de eclipses, y son capaces de cruzar el globo por contemplar durante unos pocos minutos un espectáculo que se quedará en sus recuerdos para siempre.

 

A veces las cosas salían mal

Aunque los eclipses han sido fundamentales a la hora de entender nuestra estrella, las expediciones para observarlos no fueron siempre exitosas. Unas coordenadas equivocadas, una catástrofe natural o un simple cielo nublado podían hacer que la misión fracasara.
Estadísticamente, el factor que más eclipses ha estropeado ha sido el tiempo. Y estadísticamente Reino Unido es uno de los países más lluviosos de Europa. Cuando el 29 de junio de 1927 se produjo un eclipse total de Sol al norte de Inglaterra, los astrónomos estuvieron reflexionando sobre la mejor localidad para observarlo. El eclipse era visible en una franja que atravesaba desde Blackpool hasta Hartlepool, una zona donde en junio el Sol no suele hacer acto de presencia. Aún así, el astrónomo inglés Frank Dyson (1868-1939) decidió organizar una expedición a la ciudad inglesa de Giggleswick, y la publicitó enormemente: las compañías de trenes fletaron excursiones para ver el eclipse, los periódicos locales regalaban gafas especiales para observarlo, etc. Desde dos semanas antes del eclipse el cielo estuvo nublado pero el 29 de junio, contra todo pronóstico, el sol salió y las más de 70.000 personas que acudieron a Giggleswick pudieron ver el eclipse. En el resto de Inglaterra estuvo lloviendo todo el día.
Lockyer fue el protagonista de una curiosa anécdota que casi le impide ver un eclipse. Tras haber descubierto el helio, se convirtió en un apasionado de las expediciones para observar eclipses, y en 1871 realizó un largo viaje a la India para poder ver uno. La mañana del 12 de diciembre, en la localidad de Bejal Fort, todo su equipo había desplegado el instrumental necesario para poder ver la ocultación del Sol. Pero, durante las fases iniciales del eclipse, la expedición observó cómo un grupo de personas locales comenzaban a hacer una gran hoguera. Según su creencia, este gran fuego animaría al Sol, que se iba poniendo cada vez más oscuro, a volver a brillar con fuerza. Lockyer reaccionó rápidamente, y con la ayuda de un grupo de policías consiguieron apagar el fuego y dispersar a la multitud, consiguiendo así observar la ocultación del Sol.
En 1780, Samuel Williams, profesor de matemáticas y filosofía natural de Harvard calculó que el eclipse que se produciría el 27 de octubre de ese año sería visible desde la bahía de Penobscot (EEUU). En esa época la Guerra de Independencia estadounidense (1775-1883) estaba en pleno apogeo, y la zona en la que Williams estimó que la visibilidad del eclipse sería máxima estaba en manos de la armada británica. Mediante complejas negociaciones, el comandante británico de Maine permitió a un grupo de astrónomos liderados por Williams traspasar las líneas del frente, y poder observar el eclipse con tranquilidad, con la condición de que se quedaran en la isla de Iseboro, a cinco kilómetros del lugar calculado por Williams. Este lugar no había sido elegido por el profesor, pero según sus estimaciones también permitía una buena visibilidad. El día del eclipse, la expedición comprobó con amargura que el Sol no llegó a taparse completamente: estaban cincuenta kilómetros más al sur de lo debido, por lo que el eclipse solo se percibía de forma parcial. Williams se había equivocado, aunque él responsabilizó a los mapas con los que trabajaba, según él imprecisos.