revista de divulgación del Instituto de Astrofísica de Andalucía

El Moby Dick de...

Motas de polvo cósmico

Desde los inicios de mi carrera científica mi vida ha estado ligada al estudio del polvo. No me refiero a entender por qué, a poco que te descuides, el polvo cubre como un manto blanco los muebles de la casa. Ese polvo, sinceramente, me importa poco. Me refiero al polvo cósmico, ese que nace en las nubes de gas en expansión alrededor de las estrellas. Esas pequeñas partículas que se unen entre sí en los discos estelares y crecen hasta llegar a formar cometas o planetas. Ese polvo que viaja desde el desierto del Sahara hasta cubrir los cielos granadinos o que cubre con gigantescas tormentas la superficie marciana. Ese es el tipo de polvo que me ha interesado durante toda mi carrera. 
Este interés se inició durante mi tesis doctoral en el Instituto de Astrofísica de Andalucía. Tuve la inmensa suerte de asistir en directo desde el Observatorio de Izaña al impacto del cometa Shoemaker-Levy 9 contra Júpiter. Cada uno de los veintiún fragmentos en los que se había roto el cometa fue impactando con el planeta a lo largo de la semana del 16 de julio de 1994. Tras el análisis de las nubes de polvo gigantes producidas por el cometa en la atmósfera de Júpiter nos quedó claro que debíamos mejorar nuestros modelos para reproducir la interacción de la luz solar con las partículas de polvo. Después de todo, esa luz solar “reflejada” por la atmósfera y que llega a nuestros observatorios (terrestres o espaciales) es la única herramienta con la que contamos para caracterizar ese polvo y conocer su composición, su tamaño y cómo está distribuido dentro de la atmósfera. Y a partir de esos datos podremos estudiar el efecto de esas nubes de polvo, por ejemplo, en el perfil de temperaturas de la atmósfera. 
Hasta ese momento considerábamos que esas partículas de polvo eran pequeñas esferas. Pero las partículas de polvo no son esféricas, sino que presentan una gran cantidad de geometrías: agregados más o menos porosos, partículas compactas con superficies lisas, superficies rugosas o incluso surcadas de pequeñas oquedades, como ocurre con las partículas lanzadas a la atmósfera durante las erupciones volcánicas. Cada una de esas partículas con geometría irregular dispersa la luz solar en todas las direcciones con un patrón característico, y ese patrón es muy diferente al que generaría una partícula con el mismo tamaño y composición, pero con geometría esférica. 
El estudio computacional de la interacción de la radiación electromagnética con una nube formada por partículas de polvo con geometrías irregulares es, incluso hoy día, extremadamente costoso en cuanto a tiempo de computación y, en algunos casos (ciertos tamaños y/o geometrías complejas), irresoluble. Por ello decidí trabajar durante casi tres años en la Free University de Amsterdam, donde se hallaba el único instrumento capaz de medir en el laboratorio el patrón de dispersión de partículas de polvo naturales. Al volver al IAA, y tras saber que el laboratorio holandés se cerraría en breve, decidimos desarrollar una versión mejorada: el laboratorio de polvo cósmico del IAA (IAA-CODULAB, por sus siglas en inglés). 

Un laboratorio, numerosos proyectos

Desde las primeras medidas, allá por el año 2010, hemos trabajado en muy diferentes proyectos dentro de colaboraciones internacionales. Uno de los más recientes ha sido en el contexto de la exitosa misión Rosetta, de la Agencia Espacial Europea, que tantas alegrías ha traído al IAA. Nuestro trabajo se enfocó en estudiar si había algún tipo de partícula de polvo que pudiera reproducir tanto las observaciones obtenidas por la cámara OSIRIS a bordo de Rosetta como las observaciones desde los observatorios terrestres, y cuyos resultados parecían ser contradictorios. Las medidas de CODULAB demostraron que sí hay un tipo de partículas que pueden reproducir tanto las observaciones de Rosetta como las tomadas desde Tierra: partículas porosas, grandes y con inclusiones de orgánicos parecen ser las predominantes en la coma, o mancha difusa central, del cometa 67P-Churyumov -Gerasimenko. Así, OSIRIS no estaba “viendo” una nube de partículas diferente a la que veíamos desde tierra, sino que las partículas mostraban estructuras tan complejas que solo las hemos podido estudiar gracias a los experimentos. 
En este año 2020 nos hemos embarcado en dos proyectos muy interesantes. Por una parte, participamos en el proyecto C-CLEAN (Convocatoria Extraordinaria de Proyectos de Investigación de Emergencia sobre el COVID-19, ISCIII MICINN). Liderado por la Universidad de Sevilla, su objetivo es detectar, con medios ópticos, el tristemente conocido SARS-Cov-2 sobre superficies. Además, en breve, empezaremos a trabajar en el proyecto ROADMAP (Role and impAct of Dust and clouds in the Martian AtmosPhere: from lab to space) financiado por el programa H2020 de la Unión Europea. En él uniremos datos de misiones espaciales (SPICAM/Mars Express, NOMAD/ExoMars TGO, MCS, CRISM & MARCI/MRO o IUVS/MAVEN) con datos de laboratorio y modelos avanzados de transferencia radiativa para estudiar el papel de las tormentas de polvo en el clima marciano. El conocimiento profundo del estado y composición de la atmósfera actual nos aportará las claves para entender su pasado y, quizás, entender cómo y por qué desapareció el agua líquida de Marte. Así que espero que mi Moby Dick siga nadando plácidamente muchos años más.  

Olga Muñoz (IAA-CSIC)

En 1997 defendió su tesis, realizada en el Instituto de Astrofísica de Andalucía. Realizó una estancia postdoctoral con una beca de la Agencia Espacial Europea en el departamento de física y astronomía de la Free University en Amsterdam. Tras su estancia en Amsterdam volvió al IAA, donde estudia las atmósferas planetarias y cometarias del Sistema Solar. En particular se ha especializado en el estudio experimental y teórico de la interacción de la radiación solar con las partículas de polvo que podemos encontrar en la atmósfera de interés.