revista de divulgación del Instituto de Astrofísica de Andalucía

Ciencia en historias

Física o fatalidad. La máquina en el desierto

Por Sebastiano de Franciscis (Murphy Institute of Calamity, MIC) y Emilio J. García (IAA-CSIC)

Apreciadas amigas, queridos amigos del IAA, me presento, soy Murphy, y soy el duende napolitano del fracaso científico. A lo largo de la historia he tenido muchos nombres: fatalidad, adversidad, infortunio, mala suerte, desventura, desgracia, fracaso… Los griegos me llamaban Ate, los nórdicos, Wynd; los romanos, Nefas. Para los gitanos soy el mal fario o malaventura, y para los napolitanos, la jattura o malaciorta. Pero soy más conocido en el mundo entero con el nombre de Murphy. Ya sabéis, si algo puede salir mal… saldrá mal. Esta es mi misión, esta es mi diversión.
Hoy os hablaré de un gran fracaso científico experimental, debido a políticos, ideales en lucha y partidas presupuestarias… cualquier pretexto, cualquier medio es bueno para lograr mis objetivos.
Estamos en un gran túnel subterráneo, en la semioscuridad, abandonado. Este túnel no lleva a ninguna parte, es circular, o por lo menos debería serlo (en realidad fueron excavados solo 24 de los 90 kilómetros totales, un detalle todavía más inquietante), como los bucles de intentos fallidos de la ciencia experimental, como los pensamientos obsesivo-compulsivos del científico que no puede parar de pensar por qué no le cuadran las cuentas.
El Desertron, “la máquina en el desierto”, (su nombre oficial es Superconducting Super Collider, SSC), ubicado en Waxahachie, Texas, iba a ser la máquina más grande construida por el hombre, veinte veces más potente que el acelerador del Fermilab y sesenta veces más que el del CERN: era en 1982. En aquel agosto, Leon Lederman, director del Fermilab, pronunció una apasionada conferencia en Colorado ante los mejores físicos del país: había en el aire una guerra entre América y Europa por ser los primeros en descubrir el bosón de Higgs y la administración Reagan había declarado que haría lo que fuese necesario para que el logro fuese norteamericano.
La primera duda con el Desertron tuvo que ver con su diseño. ¿Debería servir para colisionar protones con protones o protones con antiprotones? Toda la estructura de la instalación dependía de ello. Si querías hacer colisionar dos haces de protones tenías que tener dos anillos con partículas dando vueltas, unas en una dirección y otras en la opuesta, y juntarlas en algún momento para hacerlas chocar. Con un acelerador protón-antiprotón bastaba con un único anillo donde las partículas dieran vueltas, cada una en su dirección, hasta colisionar, subdividirse y crear reacciones. En aquel primer equipo de estudio sobre el diseño de la gran máquina estaba también “un tal” Barry Barish, supervisor de uno de los experimentos diseñados por el SSC, el GEM (Gammas, Electrons, Muons), viviendo la ilusión y el fracaso del Desertron.

Eran casi tres mil empleados reunidos en Waxahachie, a 40 kilómetros al sur de Dallas: incluían directores de proyecto, científicos en nómina, físicos experimentales, más de cuatrocientos ingenieros, por encima de 150 informáticos y expertos en redes, científicos invitados de otros países... Ellos iban a lo suyo, construyendo el acelerador y diseñando los experimentos, dando por hecho que el Supercolisionador vería la luz tarde o temprano.
Su coste estimado se elevó desde los tres mil millones de dólares iniciales hasta más de doce mil millones. La administración USA contaba con que Japón sufragaría parte de los costes, pero cuando el presupuesto comenzó a aumentar... ¡Sayonara, baby! En cualquier caso, el proyecto estaba, sorprendentemente, sobreviviendo a las dos legislaturas republicanas de Reagan y a la de George H.W. Bush (padre).
Dijo Barry Barish: “Hubo detalles que pudieron hacerse mejor por parte de la dirección del SSC. En fin, un experimento exitoso está hecho de miles de pequeños detalles, como tuerquecillas y finos tornillos, obsesivamente limados […] y hubo detalles ante los que no pudieron hacer nada…”.
Detalles como el cambio repentino de políticas económicas, impulsado por el nuevo escenario de la geopolítica internacional, con algún que otro empujoncito debido a mí, Murphy, un servidor. También mis obras son minuciosas: es un trabajo duro y sucio escudriñar las posibilidades técnicas, tecnológicas e históricas, de las más pequeñas a las más imponentes, ¡y luego limar una y otra vez un pequeño pretexto para que fracase un gran proyecto!  
El SSC tendría que haber echado a andar hace ahora veintidós años, en 1999, y fue finalmente cancelado hace veintiocho, en 1993. La desintegración de la URSS en 1989 le quitó todo el sentido a aquella carrera científica por la física de partículas del futuro. Sin un temible competidor y con la recesión de principios de los noventa, el proyecto del Supercolisionador fue cancelado. Se habían gastado dos mil millones de dólares y de aquello solo quedó un fantasmagórico complejo de edificios con un túnel donde el agua comenzaba poco a poco a filtrarse. 
“En 1994, cuando un nuevo Congreso entró con mayoría republicana dijeron que había que hacer recortes y que fueran visibles”, dice Barish. “Había que terminar o con la Estación Espacial Internacional o con el SSC”. Y por lo visto, la Estación Espacial sigue ahí arriba.
Tras cuadruplicar su coste inicial, la recién llegada administración Clinton -y un Congreso de mayoría republicana- cancelaron el SSC sin pensárselo. Veinticuatro kilómetros de túnel parcialmente excavados, los restos de lo que iba a ser el mayor acelerador de partículas del mundo siguen allí, abandonados entre la maleza. 

De todo fracaso se puede sacar un gran provecho

El Superconducting Super Collider (SSC), en plena guerra fría y con enorme competición intercontinental, iba a ser la máquina más grande construida por el hombre. 
¿Puede considerarse todo esto un fracaso? Bueno, sin duda los norteamericanos tuvieron que plantearse en un momento dado qué hacer con un montón de imanes superconductores que no podían servir para ningún otro experimento del mundo excepto el de sus rivales del CERN. Se podrían aprovechar de esta inestimable tecnología puntera las bandas de chatarreros gitanos cyberpunk del desierto del Texas; pero no, dejando a un lado esta fantasía al estilo Mad Max, en realidad en el túnel se empezó a filtrar el agua y las chatarras tecnológicas siguieron allí, oxidándose. 
Sin embargo, había muchas mentes nada oxidadas y en el fulgor de su vida investigadora, deseosa de captar otros grandes misterios del universo. “Por supuesto, cuando el acelerador se canceló ya no había sitio donde ubicar el detector”, dice Barish. “Muchos de mis colegas se fueron al CERN; yo no quería hacer eso así que me quedé en el California Institute of Technology (Caltech)”.
Cuando el sueño del Desertron murió, en octubre de 1993, Barish se negó a unirse a sus compañeros en la búsqueda del Higgs en Suiza. Él tenía la mente en otro proyecto que comenzó tres meses más tarde, en enero de 1994. La construcción de un Observatorio de Ondas Gravitacionales por Interferometría Láser (acrónimo de LIGO) era en aquel momento una absoluta quimera. Quizá no tanto la construcción, pero sí la certeza de que fuese a servir para algo. Fundado el 1984 por Kip Thorne y Rainer Weiss, LIGO fue un proyecto de la colaboración del Caltech y del Massachusetts Institute of Technology (MIT), al que se adhirió posteriormente Barish, antes de la propia construcción del interferómetro, empezada en 2002.
¿Qué diría el físico Albert Abraham Michaelson, otro blanco de mi sabotaje científico, que en 1887 ideó un interferómetro parecido para medir la velocidad de la luz? Hasta podría reclamar derechos de autoría sobre el diseño experimental de LIGO.
Cuántos años de sufrimiento y frustración les causé al pobre Barish y a unos cuantos colaboradores suyos... Pero escuchadme, no lo hice por pura maldad: al fin al cabo sigo siendo un servidor de la ciencia y obro no solo para mi diversión, sino también para su bien.
“LIGO era más romántico y un sueño”, recuerda. “Esa combinación, el potencial científico era fantástico, las técnicas eran un reto muy interesante, los colegas con los que trabajaba... no fue una decisión difícil, sencillamente no quería irme a Europa”. Pero aquel sueño tenía que construirse con algo, y ahí es donde el fracaso del Supercolisionador entra en juego: “Lo que heredé del SSC no fue equipamiento, apenas un puñado de sillas, pero sobre todo personal humano que resultó ser fantásticamente talentoso y que de repente estaba disponible; todos contribuyeron muchísimo a lo que hicimos en LIGO”, dice Barish. “Contraté a cuarenta o cincuenta personas los primeros seis meses y aproximadamente la mitad venían del SSC: el equipo de sistemas de control, el director del proyecto... sí, fui beneficiario del colapso del Supercolisionador. Si hubiera salido adelante yo nunca habría hecho LIGO, es verdad”. Cuando, entre 2015 y 2016, se hizo pública la primera detección de ondas gravitacionales, todo cobró sentido. Barry Barish, actual director del LIGO, llegó finalmente al premio Nobel de Física en 2017, junto con los compañeros Thorne y Weiss, por descubrir las ondas gravitacionales. 

¿Y el sueño del bosón de Higgs, que tanto calentó la cabeza a él y a todos físicos de partículas de su generación? Pues este descubrimiento se lo llevó en el 2012 el CERN en Europa, con el acelerador LHC (Large Hadron Collider). El LHC resultó finalmente ser una máquina más eficaz, desde el punto de vista experimental, logístico y energético. Para el Desertron planificaron una luminosidad –es decir, número de partículas por unidad de superficie y por unidad de tiempo en un haz de partículas–, diez veces más pequeña que la obtenida por el LHC. Además, para el LHC no tuvieron que armar grandes obras de ingeniería civil, ya que el túnel/cueva donde se montó preexistía, en cuanto albergaba un experimento antecedente, el LEP. Finalmente, en el SSC la energía de colisión tenía que ascender a 40 TeV, más de tres veces la del LHC, de tan solo 13 TeV. 
¡Cuánto ha de trabajar el duende y señor de la fatalidad para mantener los precarios equilibrios geopolíticos y medioambientales de nuestro planeta! Y a pesar de esto recibo maldiciones sobre maldiciones. Qué ingrata tarea la mía… Es un sucio trabajo, pero alguien tiene que hacerlo.