revista de divulgación del Instituto de Astrofísica de Andalucía

Reportaje

De Sevilla a Cádiz por Granada: el IAA

CÓMO UN CENTRO DE INVESTIGACIÓN JOVEN ATRAJO TALENTO, INCONFORMISMO Y CREATIVIDAD
Por Emilio J. Alfaro (IAA-CSIC)

A finales del verano de 1976 estábamos Manolo Sáez Cano y yo parados frente al imponente portal de uno de los monumentos con más historia de la ciudad de Granada: la Madraza. Llamamos, se abrió el portillo y apareció un señor que, con un acento norteño, nos preguntó qué queríamos.
- ¿Es este el Instituto de Astrofísica de Andalucía? Hemos terminado Física en Sevilla y estamos buscando trabajo -respondimos al unísono con el aplomo que la ocasión requería.
- Aquí hay trabajo, pero no hay dinero -contestó nuestro interlocutor más rotundo aún.
Acabábamos de conocer a José María Quintana y cruzábamos, sin la menor conciencia de ello, el umbral de otro mundo.
Quintana tenía razón, había trabajo pero no dinero. Sin embargo no creo que me haya sentido nunca más libre y más rico que en aquellos años que conformaron mi formación científica y personal al amparo de un grupo de visionarios que nos sacaron adelante, no sin dar alguna coz contra el aguijón. Allí estaban, junto a José María Quintana, Ángel Rolland, Pilar López de Coca, Eduardo Battaner, Víctor Costa, Rafa Garrido, Rafa Rodrigo, Juanjo (hoy Yusuf) y el hermano Merlo. Las ausencias guardadas de Pepe Juan, Lorenzo, Antonio Delgado y Mercedes Prieto se referían con cierta veneración. Pepe Juan y Lorenzo estaban en Canadá con lo del cohete, Antonio en Alemania, haciendo la tesis sobre modelos estelares y Mercedes, que con solo un año en el IAA ya se había hecho un sitio en nuestro particular parnaso, se había marchado definitivamente a Canarias para iniciarse en la observación infrarroja. A ellos se unía un grupo de amigos que representaban la segunda esfera de coordinación, visto desde nuestro actual punto de vista, pero que en aquel momento eran indistinguibles de cualquiera de nosotros: Miguel Giménez Yanguas, Nicolás Pérez de la Blanca, “Curro” Verdegay, Javier Algarra, un etólogo cuyo nombre no recuerdo, y cualquier otro que hubiera oído hablar del IAA y sintiera curiosidad por conocer qué era aquello.
Sí, formábamos un grupo joven y heterogéneo que funcionaba como atractor de las inquietudes científicas y personales de un buen número de inconformistas que incorporaron la ciencia a la ola de ilusiones que el final de la dictadura había generado.
Ángel dirigía el grupo de Estrellas Variables, Eduardo, el de Atmósfera de la Tierra (o Aeronomía) y Jose, el boliche completo. Si no recuerdo mal, en el otoño del 76 solo Eduardo y Jose eran doctores y Ángel defendió la tesis en el 77. Ninguno tenía plaza fija en aquel momento y Eduardo era profesor no numerario de la Universidad. Éramos una fluctuación cuántica del vacío, algo que, según el momento en que lo observaras, existía o no. Una camada de gatos de Schrödinger.

Las crisis existenciales nos sobrevenían muy a menudo, a veces varias al día. Cuando esto ocurría el hermano Merlo nos convocaba despacho por despacho para acabar todos reunidos en la estupenda sala situada frente al Salón de Caballeros XXIV o en la biblioteca, también localizada en el piso superior, donde hoy se halla otro salón de conferencias. Estos cónclaves eran un proceso cíclico, un eterno retorno doméstico: Quintana entraba con semblante serio, exponía la amenaza que sufríamos en aquel preciso instante y comenzaba una rueda de preguntas. Si eras el primero en ser preguntado, malo, tu respuesta solía tener dos réplicas bien diferenciadas: una entrañable regañina, donde se ponía de manifiesto tu ignorancia sobre los graves problemas que nos acechaban y tu falta de solidaridad con el grupo, o una críptica salida del tipo: “No, no, no, cuidado, lo que está diciendo Fulanito no es ninguna tontería”. El siguiente en responder, salvo que tuviera el día masoca, optaba por una formulación diferente de la no tontería que había dicho Fulanito, y así continuaba el rondó. No sé qué papel jugó esta asamblea intermitente en el desarrollo del IAA, si fue una medicina o un placebo, pero Quintana, Quintanilla y Quintanillilla1 lograron sacarlo adelante. Y, bueno, aquí estamos.
Nuestros puntos fuertes eran el hermano Merlo, el observatorio del Mojón del Trigo, una biblioteca incipiente, pero correcta, Pilar, la yenka trinchada y la jayuya tostada, y una suerte de deportes indoor que la maravillosa arquitectura de la Madraza y nuestra particular visión del mens sana in corpore sano nos animaron a desarrollar y practicar. Teníamos una bicicleta pequeña, un cronómetro y una sala hipóstila: el eslalon estaba servido. La escalera, de gran anchura, permitía la bajada simultánea de varios participantes a pie cojito, lo que llevó a más de uno a asomarse, e incluso a arrojarse, al abismo. Pero la prueba estrella, donde todo el mundo daba el do de pecho, era el salto a la columna. De mecánica fácil, pero de práctica endiablada, la prueba consistía en dar un salto adelante y hacia arriba que permitiera al jugador colgarse de la columna cuanto más alto mejor y permanecer así el mayor tiempo posible sin que los pies tocaran el suelo. La fisonomía del atleta sufría una metamorfosis indescriptible cuando las fuerzas flaqueaban y el frío y terso mármol  hacía inútiles los intentos de permanecer  agarrado. La visión de un nativo en postura simiesca con un marcado rictus de dolor y determinación, jaleado por una tribu vociferante de fanáticos, debe permanecer en las pesadillas de aquellos turistas que, distraídamente, abrieron la puerta de la Madraza y se encontraron de cara al estilita2. Esta era nuestra oficina a finales de los setenta: a este respecto los de Google no han inventado nada.

La observación astronómica como prueba de resistencia

El invierno de 1977 comencé a observar en el Mojón del Trigo. Ángel Rolland, Pilar López de Coca, Víctor Costa, Rafa Garrido, Manolo Sáez y José Antonio Quesada eran los compañeros habituales de observación nocturna (no todos a la vez). Ya se han contado muchas historias acerca de este observatorio, y quizás merezca un cronista con mejores credenciales que yo para dejar constancia de la importancia del mismo en el desarrollo del IAA y en la formación de su primera hornada de astrónomos. Como ya se ha dicho en diferentes ocasiones, no había agua corriente, el servicio era amplio y con vistas, y el invierno te ofertaba un peeling gratuito y estimulante cuando te lavabas la cara con las aguas de la Hoya de la Mora. Pero el telescopio, el fotómetro y su salida analógica eran excelentes, y Ángel Rolland nos enseñó cómo preparar una noche de observación y llevarla a cabo con éxito. Con estos datos defendí mi tesina en la Universidad de Sevilla en el otoño de 1977 sobre la variabilidad de la estrella EH Lib.  
Ese mismo verano pasé un mes en Madrid tomando contacto con lo que sería mi trabajo de doctorado bajo la tutela de José Manuel García-Pelayo, mi flamante director de tesis junto a José María Quintana. Pepe, como se le conoce entre los amigos, parecía tener una particular manera de formar a sus discípulos: la primera prueba que tuve que superar fue de resistencia física. Quien haya conocido el departamento de Astrofísica de la Universidad Complutense de Madrid a finales de los 70 sabrá que en el tejado de la Facultad de Física, al lado de la cúpula que albergaba un pequeño telescopio, había unos habitáculos que servían como laboratorios y despachos auxiliares (sic) del mencionado departamento. La temperatura en el interior de estos zulos superaba los cincuenta grados centígrados a partir de las diez de la mañana del agosto madrileño. Allí comencé mi doctorado, más cerca de “Papillon” que de “Cosmos”. Durante un mes leí tres largos artículos para familiarizarme con las que serían mis nuevas herramientas de observación astronómica. Uno titulado “Photographic Photometry”, y otros dos sobre el sistema fotométrico RGU, donde se dirimían las propiedades del sistema, su calibración y medida.  Yo aprovechaba las numerosas dudas que me planteaban estas lecturas para bajar al oasis de Pepe y tomar aire. Por lo visto, superé los estándares, es decir, sobreviví, y después de defender la tesina volé a Basilea para mi primera estancia de trabajo en el extranjero3.
La tesis formaba parte de un gran proyecto del Instituto de Astronomía de la Universidad de Basilea (Suiza), pensado para determinar la estructura de la Vía Láctea a partir del conteo estelar. El programa científico era básicamente el mismo que había propuesto William Herschel casi dos siglos atrás, pero apoyado por el inflacionario desarrollo de la astrofísica que había tenido lugar desde entonces. El sistema fotométrico RGU, diseñado y desarrollado por Wilhelm Becker, permitía la separación entre enana y gigante, y entre Población I y II, a la vez que proporcionaba una clasificación espectral y una estimación de la variación de la absorción interestelar con la distancia, siempre y cuando se trabajara con campos estelares bien poblados como para poder inferir conclusiones estadísticamente significativas. La fotometría RGU permitía una mejor determinación de las variables físicas estelares que el UBV, sin embargo el sistema UBV está hoy en día ampliamente extendido, mientras que el RGU lleva prácticamente en desuso más de dos décadas. Hay varias razones que explican esta deserción: la placa fotográfica es un detector perverso a la hora de calibrar la fotometría, y no se ha construido un conjunto de estrellas estándares en el RGU que obviara el paso de la transformación entre sistemas fotométricos.
A lo largo de la tesis visité el Instituto de Astronomía de la Universidad de Basilea en tres ocasiones, con una duración promedio de tres meses por estancia. Si los prolegómenos de la tesis me habían endurecido físicamente, las visitas a Basilea desarrollaron mi parte zen. Vivía en el propio observatorio, que estaba situado en la la calle Venus, junto a un cementerio y unos manzanales perpetuamente cubiertos de cuervos. La rutina matinal comenzaba con un grito que imitaba el graznido del grajo y con el conteo de cuántos pajarracos había aventado. Era una sugerencia del director de tesis y no podía echarla en saco roto. Después del desayuno bajaba al sótano y comenzaba a medir la emisión luminosa de las estrellas a partir de la densidad de granos de plata que se habían depositado en una emulsión fotográfica. El campo estelar que se me había asignado estaba en la región de Carina, cerca del cúmulo IC 2581, casi tangente al brazo espiral del mismo nombre y, por lo tanto, en una región muy poblada de la Galaxia. Cada placa contenía unas dos mil estrellas y tenía cinco placas por filtro. El fotómetro Iris, desarrollado y construido por el propio observatorio, tenía una mecánica simple y eficiente que requería la división de un haz de luz en dos rayos de igual intensidad, uno que pasaba a través de la estrella y otro a través de un diafragma móvil (iris), cuyo diámetro podía variar. Cuando ambos volvían a alcanzar la misma intensidad luminosa, se anotaba el diámetro del iris como medida indirecta del brillo de la estrella. Las medidas se anotaban a mano en unos pliegos de papel confeccionados por el instituto, y con las cabeceras y epígrafes en alemán. Treinta mil medidas realizadas y anotadas a mano en una habitación a oscuras solo iluminada por la fuente de luz del fotómetro representan una excelente gimnasia mental, si te queda mente que entrenar. La tesis me familiarizó con la fotometría como técnica y como fuente de información de las propiedades físicas de las estrellas, me introdujo en  la física de la Galaxia y dirigió mis primeros pasos hacia la estadística estelar, conocimientos que siempre me han acompañado y que acabaron de urdir el primer armazón de mi formación astronómica.

Nueva sede del IAA

Todavía hay colegas que me lo echan en cara, pero el viaje a Suiza del otoño del 78 me impidió participar en la mudanza de la Madraza a la Casa Blanca de la Estación Experimental del Zaidín (EEZ), que nos acogió como a hijos pródigos4 hasta que en 1986 se inauguró el edificio que hoy ocupa nuestro instituto. En 1979 el IAA parecía estar ya asentado -teníamos secretaria de dirección, Pilar Sánchez Saavedra, lo que nos daba un toque de distinción-, y nuevos compañeros se habían unido al grupo. Pepe García-Pelayo había dejado la UCM y se había incorporado al IAA arrastrando a Álvaro Giménez Cañete, que también comenzaba la tesis doctoral bajo su dirección. Los tres compartíamos despacho y lecturas extra-académicas, que cada mañana eran comentadas y discutidas antes de la cotidiana reunión para planificar el trabajo del día. Desde la distancia temporal que me separa de aquel despacho, es difícil asegurar que fue una época dorada sin que me asalte la duda de si la juventud perdida distorsiona la imagen, o si la vida era entonces tan maravillosa como la recuerdo.
Si alguien se ha hecho la idea de que Pepe era un director de tesis tiránico, bajo cuya férula estuve a punto de morir asado a la parrilla como mártir de la astronomía, debo declarar que nada más lejos de la realidad. Pepe es noble, inteligente y sabio, y supo trabajar codo con codo a nuestro lado enseñándonos el valor del esfuerzo cotidiano, la necesidad de contrastar las hipótesis hasta no dejar ningún margen a la mala suerte y que el tratamiento superficial de los problemas es la vía más rápida hacia el desastre. Pepe era un lujo a nuestro alcance.

“La caótica”

En la EEZ convivimos con botánicos, zoólogos, bioquímicos, microbiólogos, veterinarios, edafólogos y otros colegas aparentemente alejados de nuestra temática, pero unidos por las esperanzas y frustraciones suscitadas por la práctica común de la actividad científica. Con José Emilio Guerrero, Edu Molina, Pepe Casadesús, Mati Barón y muchos otros compartíamos ciencia, café y protestas. Quizás la más sonada fue un encierro que duró más o menos una semana, y que se acompañó de la redacción de un documento que alcanzó a tener nombre propio: “La Caótica”. Mucho ha cambiado la estructura de la ciencia en España desde la proclamación de La Caótica, y es innegable que estos años han supuesto un gran avance en el desarrollo científico del país, que lo ha situado en el grupo de cabeza de la investigación internacional en varias áreas temáticas, pero hay problemas de vertebración, principalmente relacionados con la estructura e implante  de una carrera científica y técnica, que no se han resuelto todavía y que ya estaban denunciados en nuestro primigenio documento.
Las noches de encierro se amenizaban con discusiones político-científicas, algún que otro espectáculo lúdico-musical y, en ocasiones, el lanzamiento de globos de helio. La llegada de Sebastián Vidal Pezzi al IAA nos proporcionó una fortaleza tecnológica que se puso de manifiesto en esas caóticas noches. Sebas elaboraba pequeños artefactos luminosos con luces de colores parpadeantes, que lanzábamos al cielo granadino en los globos de gas. La brisa serrana desplazaba estos aerostatos a grandes distancias de la EEZ y con trayectorias aleatorias, de tal forma que el número de avistamientos OVNI se incrementó considerablemente ese verano, y las páginas del periódico Ideal se hicieron eco de la alarma de algunos vecinos al encontrar artefactos electrónicos unidos a globos desinflados en sus jardines y campos de labranza. Al final, La Caótica, como el valentón cervantino, “… caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada”.
En junio de 1981, el año del golpe de Tejero, defendí la tesis doctoral junto a Manolo Sáez Cano y Álvaro Giménez Cañete. El tribunal estuvo presidido por Juan Orús, de la Universidad de Barcelona (UB), con Eduardo Battaner (UGR) como secretario y Jesús Biel (UGR), Ramón Canal (UB) y Francisco Sánchez, del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC),  como vocales.  La etapa final de la tesis no estuvo exenta  de sobresaltos. Siempre tuve la sensación de que la humanidad me veía tan desvalido que suscitaba una especie de compasión ecuménica, de tal forma que cualquier ser humano adoptaba indefectiblemente una actitud colaboradora y cooperante ante mis tribulaciones. La escritura de la tesis corroboró esta hipótesis. La llegada del ordenador VAX nos había convertido en la avanzadilla informática de muchos centros de investigación no solo en Granada sino en España. Entre otras cosas, el VAX llevaba incorporado un editor de texto que, a pesar de su simplicidad, representaba una clara ventaja frente a la máquina de escribir IBM, que era la otra alternativa disponible para la presentación en papel de cualquier documento. Escribí mi tesis con el nuevo ordenador y, aparentemente, la almacené en el VAX. Cinco días antes de la fecha prevista para la entrega de la memoria de la tesis, el documento había desaparecido de la memoria del VAX. Los dioses conjuraron esta maldición del averno enviándome a Angelines González País. Angelines tardó menos de cinco días en mecanografiar de nuevo la tesis con la IBM, pero yo le estaré agradecido toda la vida.
La etapa postdoctoral se presentaba tranquila y apacible; pertenecía a un grupo de investigación al cual me sentía muy unido, había buenos proyectos en perspectiva y el CSIC, con una política científica que hoy en día nos parecería aberrante, concedía una beca postdoctoral en el mismo centro de realización de la tesis, si esta se había finalizado dentro del período oficial de disfrute de la beca de doctorado. Sin embargo, el pasado volvió para desbaratar cualquier plan. Luis Esquivias, amigo y compañero de carrera, me llamó desde la Universidad de Cádiz. Para haceros el cuento corto, me trasladó una oferta que no pude rechazar y así, a finales de septiembre de 1981, tomaba el tren para ocupar mi nuevo puesto en el Departamento de Física de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Cádiz. Había pasado algo más de cinco años en el Instituto de Astrofísica de Andalucía. Allí se ensambló el esqueleto de mi vida profesional y, como el poeta, fui joven, feliz e indocumentado.

1. Esta nomenclatura se debe a Eduardo Battaner, quien no desaprovechaba una ocasión de hacer un mal juego de palabras. Los tres citados son José María Quintana González, Ángel Rolland Quintanilla y el propio Eduardo.
2. El zaguán de la Madraza estaba limitado por dos puertas; el portillo exterior casi siempre estaba abierto y el interno, que separaba el propio zaguán del patio de columnas, permanecía cerrado, pero sin llave.
3. En el otoño del 77,  el mundo se dividía en dos, aquí (España) y el extranjero, y hasta entonces no había sido fácil salir al extranjero para la mayoría de los habitantes de aquí.  
4. Manuel Romero Álvarez (gerente del IAA de 1979 a 2008) solía referirse a nuestros compañeros de la EEZ como “los hermanos separados”. El jueves 31 de enero de 2019, mientras estaba escribiendo estas notas, falleció Manolo Romero. Desde aquí mi recuerdo más cariñoso para un excelente compañero y entrañable amigo, que formó parte importante de mi educación sentimental.